Yo no soy sacerdote, ni pastor de ninguna religión, ni guía espiritual
de nadie; pero tengo la gracia de que las personas me escogen para hacerme las
confidencias más recónditas de sus existencias, las confesiones que no se
atreven a decirle ni siquiera a sus más íntimos y allegados. Lo anterior creo que es una virtud de la cual
ciertamente no estoy muy orgulloso porque voluntariamente no tengo ni la más
mínima intención de inmiscuirme en la
vida de nadie. Suficientes penas tengo
que solucionar en mi propia vida como para querer adicionar problemas de otros…
pero como las cosas no son como uno
quiere sino como son, entonces me toca aceptar esta “Tarea” que la vida me ha
impuesto cual es, la de escuchar atentamente las confidencias que me hacen, que no
son pocas, porque en este aspecto soy
como la tierra que atrae hacia sí todas las gotas de lluvia que del cielo se
desprenden… de modo que escucho todo lo
que las personas conocidas y desconocidas se les da por contarme; pienso
seriamente en qué decirles en procura de “solucionar” lo mejor posible la
situación que me han planteado y si no se soluciona sólo con consejos, entonces
entro a obrar en busca de ayudar a aquel a quien Dios o la vida me han mandado
sabiendo tal vez que yo podría ayudarle…
Cuando yo ayudo a alguien en cualquiera que sea el sentido
en el que lo haga, no espero ni remotamente que me lo agradezca porque lo que menos
sabemos hacer las personas es precisamente agradecer. Y ésto lo aprendí de mi querido profesor
Javier Mejía Parejo quien un día de tantos en que hablábamos me dijo: “Cuando
usted haga un favor a alguien, no espere a que se lo agradezcan. Porque si no se lo agradecen y usted estaba
esperando que lo hicieran entonces se va a sentir defraudado o frustrado; en
cambio si no estaba esperando que se lo agradezcan y no se lo agradecen usted
lo toma muy normal porque era lo que estaba esperando. Si por el contrario se lo agradecen: La
satisfacción es doble porque no lo estaba esperando y ¡Lo hicieron! Entonces ¡Doble
satisfacción!” Sabias palabras que nunca he olvidado y siempre he puesto en práctica
y puedo dar fe de que me han resultado de muchísima utilidad casi todos los
días…
Aquí surge una pregunta: Y ¿al confesor quién lo confiesa? O
mejor dicho ¿cómo se desahoga el confesor? Te lo voy a “Confesar” ahora:
Cuando yo tengo una pena muy grande, de esas que te hacen
sentir insignificante, discapacitado o inútil contra ella; una pena que parece gigantesca
y que uno comprende que no puede “cargarla” solo, lo que hago es que tomo el
teléfono, marco un número al azar y sea quien sea que me conteste le pregunto
que si tiene unos minutos para escuchar la confidencia de un desconocido que
nunca más volverá a molestarlo. Y ¿qué
crees que me responden siempre? Pues claro porque las personas somos por
naturaleza curiosos o morbosos como quieras llamarle y queremos saber qué es lo
que le pasa a los otros. Si esto no
fuera así no existirían ni los periódicos ni la radio ni la televisión y por
supuesto no tendría tanto éxito el Facebook ni el Twiter (Qué risa ¿verdad?)
entonces le cuento a aquel extraño o extraña lo que me está “martirizando” y me
despido agradeciéndole por su tiempo y su paciencia y como se lo había
prometido no lo molesto más. Entonces
aquella pena mágicamente ya no es tan grande porque por alguna razón que
desconozco, el sólo hecho de compartirla con alguien la vuelve menos mala (Qué
risa otra vez…)
De esta manera no pongo mi intimidad en manos de nadie
conocido que más tarde, con las vueltas que da la vida, pueda usar éso (que le
he contado alguna vez), en mi contra; tómalo como un seguro que yo utilizo.
Sin embargo, hay cosas que me han pasado que no me he
atrevido a contárselas a nadie ni siquiera protegido por la distancia y el
anonimato… Ni te las imaginas…¿Ya te entró la curiosidad?
Qué risa por tercera vez.